AMELIA BARTOZZI, en el mes de marzo de este año, publicó en la colección Letras del maíz, de nuestro sello editor, su primera obra, la colección de cuentos Amores Negados.
La escritora Alicia Digón, acompañó la publicación con las siguientes palabras para la contratapa del libro:
"¿Quién se atreve a negar un mundo cuando se introduce en los textos de
Amelia Bartozzi?
Hay un camino donde se recorre, justamente, un universo particularísimo,
y un despliegue, por momentos, desopilante, con el lenguaje justo para
sorprender.
En instantes, nos encontramos en un espacio desopilante como en “El
Camafeo”, donde no se sabe hasta qué punto es un relato de ciencia ficción o el
resultado de un sueño.
O bien vamos deslizándonos en el relato “El Encuentro” hasta quedar
desencontrados con la sorpresa de un final que, si bien no es inesperado a la
clásica, nos sorprende con una trama lisa y, de repente, nos arroja a un vacío
perfecto.
¿Quién se abre el saco para mostrar “Love me”? En estas narraciones, lo
desopilante aparece como un hecho natural.
Uno no puede negarse a estos mundos y a estos amores.
Adelante con este primer volumen de cuentos y relatos que no solo
promete, sino que cumple con una premisa de fuego: la narración; lo narrado
como un hecho mínimo contado con maestría."
El Seductor
De
joven, mi hermano Enrique era muy mujeriego. Era de esos tipos por las que
todas las mujeres mueren. Tan guapo, sensual y encantador; tan amable,
respetuoso y cariñoso al principio de la relación. Y con unos ojazos azules y
esa sonrisa compradora. Un verdadero depredador.
Yo
siempre le decía que se dejara de joder, que empezara a respetar a las mujeres,
que yo, su propia hermana, también era mujer, y que, seguramente, no le
gustaría que los hombres me hicieran lo mismo que hacía él. Con todas se
comportaba igual. A todas las enamoraba, las seducía y después las dejaba así
nomás, de un día para el otro, sin explicación alguna, sin un llamado, sin un “lo siento”, total… ¿qué le importaba?
De todas se cansaba, todas lo aburrían después de la segunda cita —si es que
había una segunda. Era un seductor nato.
¡Pobres minas! Yo sentía lástima por ellas. Siempre terminaban
humilladas, con la autoestima por el piso, con la dignidad aplastada. Algunas
eran pasables, finas, delicadas, de buena familia, cultas, pero había otras que
eran de lo peor, no sabían ni hablar; vulgares hasta lo imposible. No sé de
dónde las sacaba. Lo único que todas tenían en común era su facilidad para
enamorarse; todas morían por una mirada, por una sonrisa suya.
Pero
él solo se divertía, jugaba con sus sentimientos. En realidad, nunca les
prometía nada. Ellas solas se hacían la película, ellas solitas se entregaban
en bandeja. Y él ni fu ni fa con ninguna, salvo con una. Había una que le movía
el piso, a la que apreciaba un poco, creo. Se llamaba Leticia. Era una piba
petisa y regordeta, con melena enmarañada hasta los hombros, ojos grises
chiquitos como de ratón y nariz ganchuda. Era rematadamente fea. No sé qué le había
visto mi hermano, pero a ésta parecía que algo la quería, algo nomás, no mucho;
tampoco era cosa que no pudiera vivir sin ella.
“Será inteligente, le hablará de cosas
interesantes, o le permitirá cosas que las otras no le permiten, porque por lo
linda no debe ser”, pensaba yo.
Esos
misterios incomprensibles de la vida…
A
veces los escuchaba conversar:
–Te
quiero mucho.
–Mmm…
te creería si no hubieras agregado “mucho”.
–¡Qué
jodida que sos! Nunca te viene nada bien.
–No
confío en vos. Yo sí que te quiero.
–¿Ah
sí? ¿Qué harías por mí?
-Cualquier cosa. Lo que fuera.
–¿Qué
harías por mí si me metieran preso, por ejemplo?
–Me
moriría de tristeza. Saldría a robar para pagarte un abogado que te sacara.
–¿Y si anduviera con otra mina? ¿Si te dejara?
–¡Qué
cruel sos! ¡Ya sabés cómo soy de celosa!
Y así
andaban siempre…
Era
una extraña relación la que tenían.
Una
noche estrellada de verano nos fuimos todos a bailar a un boliche sobre
Libertador, en Olivos; “Bahiano”, se
llamaba. Éramos un grupo grande de chicos y chicas del barrio. Pero la Leticia
no estaba con nosotros.
Mi
hermano bailaba con una rubia preciosa, parecía modelo. La estábamos pasando
bárbaro, bailando enloquecidos al ritmo de “The Final Countdown” cuando de
repente, sin ningún aviso previo, apareció la Leticia. Tambaleándose, se le fue
encima a Enrique con un frasco en la mano que decía “VENENO PARA RATAS”.
–¡Esto me tomé! –le gritó, poniéndole el frasco a la altura de la cara.
Mi
hermano se quedó con la boca abierta, blanco como una hoja. Ella se dio media
vuelta y salió corriendo. Enrique repetía:
–¡¿Qué voy a hacer?! ¡¿Qué voy a hacer?! ¡Está loca! ¡Es una loca! –se
agarraba la cabeza con las manos.
Mientras tanto, la Leticia, por la calle, se andaba muriendo.
Enrique lloraba como un chico. Anduvo toda la noche buscándola en los
hospitales, en las comisarías, en su casa. Dos días después seguía sin
aparecer. Al tercer día nos enteramos que estaba en la Morgue. No queríamos
creer que fuera la Leticia. Pero sí. Era ella.
Enrique nunca más volvió a ser el mismo. No le quedaron más ganas de
jugar con las mujeres.
Siempre me pareció demasiado duro su castigo.