Para el sello Alvarez
Castillo Editor es un honor la edición de este primer conjunto de relatos del
poeta e investigador, entre otras facetas, que es Carlos Abraham. En Cuadernos
de la Gran Aldea, venimos divulgando antologías preparadas por él con prefacios que son, sin
exageración, cita para el estudioso de la literatura rioplatense o los
interesados, por ejemplo, en el género fantástico. De La biblioteca de
Alejandría y otros relatos adelantamos por este Blog el cuento:
LA ESPERA
Llegó una
mañana, por el Camino Nuevo. Se llamaba Alejo. Tenía veinte años entonces, que
ahora eran cuarenta. No se le conocía apellido, pero la gente del pueblo lo
llamaba “El Marcao”, por el tajo que le partía la mejilla izquierda.
Era tropero. En el verano conducía el
ganado a la capital, con algunos conocidos de su juventud. Cuando no trabajaba
-era lo más habitual-, era como si no existiera. Casi no salía de su casa,
ensimismado en su silencio. Pasaba las horas vacías tendido en el catre,
mirando el techo de paja vieja, mateando.
Una de esas tardes estaba sentado ante la
puerta -la casa estaba frente al camino-. El sol hacía reverberar el aire.
Despacio, desde lejos, vio acercarse a la esposa de uno de sus vecinos. Tardó
un poco en recordar el nombre: Matilde.
Traía unos cabos de vela del almacén. Lo
saludó, y siguió su camino.
Más tarde pensaría, sorprendido, que esa
momentánea visión le bastó para enamorarse. El amor no es un proceso complejo.
Una frase, una mirada, una sonrisa de la otra persona, puede bastar para
revelarnos que la amamos. No se le ocultó esto a
Alejo, todavía sentado ante su puerta. Hacía varios años que la venía codiciando,
sin saberlo. Recordó que, aún antes de saber quién era y con quién estaba
casada, la miraba durante horas desde su ventana, mientras ella atendía la casa
o los animales. Pensó que ya había perdido demasiado tiempo.
Alejo era hombre solitario, que no se
hablaba con nadie de por allí, pero durante un tiempo se había amigado con el
esposo. Solían jugar largas partidas de truco, unas veces en su casa y otras
veces en la del otro. Una discusión sobre tres o cuatro reses sin marcar los había
distanciado. Por eso, recién entonces vino a enterarse que se había ido, meses
atrás, a luchar al Paraguay.
Alejo no entendía de política, y su rival
tampoco, pero la novedad lo alegró porque, como pensó, tenía el campo libre.
Sin embargo, conocía -o, mejor dicho, intuía- los pensamientos de Matilde, y
sabía que no traicionaría a su esposo mientras éste viviera.
Matilde acostumbraba ir los domingos al
rancho que un cura usaba de parroquia, a unas leguas de allí. Él nunca había
ido -sólo profesaba cierta veneración retórica a los crucifijos e imágenes-,
pero esa tarde no faltó. No le apartó los ojos en toda la ceremonia. Ella lo
notó desde el principio y se mostró hosca y distante, como obligada por mera
cortesía a responder, cuando él se ofreció a llevarla a su casa. Sin embargo,
aceptó. Ella iba en el caballo y él llevaba las riendas, caminando.
Eso ocurrió dos o tres veces más.
En una de sus ahora insomnes noches fraguó
su plan. El marido tenía que morir. Durante un tiempo meditó en costearse hasta
donde estaba el ejército y darle muerte, pero descubrió que una muerte fingida
valía tanto como una muerte real.
El Juez de Paz, un tal Freiden, era, por
llamarlo así, amigo suyo. Le debía varios favores durante las elecciones, y
Alejo pensó que era hora de cobrarlos.
Una tarde se decidió a ir. Era un despacho
breve y sobrio. De las paredes colgaban retratos a pluma de viejos matreros y
desertores, con el monto de las recompensas al pie de la hoja.
Le explicó sus propósitos; el otro no tuvo problema.
Tras pocos minutos le entregó una carta, escrita (Alejo no sabía hacerlo) y
sellada por él, dirigida a la mujer, donde se comunicaba que el esposo había
muerto en una emboscada, en Corrientes.
“Son ladinos estos paraguayos”, le dijo sonriente
el juez.
Alejo contestó con otra sonrisa, sin
entender la broma.
Matilde pidió al cura de la parroquia que
le leyera la carta, porque el chasqui tampoco sabía. Lloró poco. Ya estaba
hecha al dolor: desde que su marido marchó a la guerra se había resignado a
perderlo.
Pasaron varios meses de luto. Se veían sólo
los domingos. Una tarde, tras la misa, la trajo en ancas y entraron juntos a la
casa. El cura los casó algunos días después, un jueves. Habitaron el rancho de
ella, pues el suyo era casi una tapera.
Pasaron tres años. Alejo ya no volvió a
llevar las tropas de ganado y sólo trabajaba de vez en cuando como domador en
una estancia vecina. Vivían de sus animales. Ella casi se había olvidado del
otro. Una tarde, trajeron una carta con los sellos del ejército. Alejo la llevó
al Juez para que se la leyera. Había abrigado la esperanza de que el otro
hubiera muerto, y fue sintiéndose cada vez más incómodo a medida que progresaba
la lectura: el marido de Matilde confiaba en regresar pronto.
El Juez tenía, al devolverle la carta, la
misma sonrisa de años atrás. Sólo ahora notó lo que había de burla en ella.
La guerra daba visos de terminar. Alejo
comenzó a traer a vecinos y forasteros a la casa para tener noticias del
frente. Intentaba saber, desde allí, la suerte del otro. Matilde se alegraba
con eso, porque no le gustaba la soledad. Antes de casarse con él, le había
dicho que estaba en el Regimiento 6 de Caballería, ahora en territorio
paraguayo. Ese regimiento había tenido muchas bajas en la última batalla,
librada hacía menos de un mes. A Matilde ya no le interesaban
esos lejanos combates, excepto por esa mezcla de hastío y repudio con que una
mujer ve la guerra en la que ha muerto un marido o un hijo.
Sin embargo, Alejo no decía
nada cuando su esposa sacaba el tema. Seguía mateando despacio, con la vista
vagando por el techo.
El otro era como una
antigua pesadilla que se había olvidado y que vuelve. Se
preguntó qué debía hacer, si huir o enfrentarlo. Al principio, lo segundo le pareció
absurdo -el otro tenía una bien ganada fama de cuchillero-, pero luego fue
convenciéndolo. Pensó que más valía morir probando su valor, que nunca había
tenido ocasión de usar, a sufrir el oprobio de escapar como un cobarde.
Llegó el verano y con él las lluvias. El
camino y el campo se habían convertido en un inmenso barral. La guerra había
terminado.
Una noche se despertó, sofocado de calor.
Ella dormía a su lado. El silencio mordía la piel. Se vistió y tomó su
cuchillo. Esperó varias horas, minuciosas y lúcidas, sentado en el borde del
catre. Faltaba mucho para el alba. Pensó que, después de todo, no era la
primera noche que pasaba desvelado. Salió, cerrando la puerta tras él. Al rato,
se oyó el lejano relincho de unos caballos.
La noche clareaba cuando un hombre entró,
silencioso, en la casa. La mujer seguía dormida.
ÍNDICE
La
espera
La
guardia nocturna
Silencio
La
tumba
Los
monstruos
La
ventana
La
discípula
La
mancha
Los rivales
La gárgola
Las murallas del odio
Las tres hermanas
Una mujer en la ventana
La biblioteca de Alejandría