lunes, 24 de agosto de 2020

La biblioteca de Alejandría y otros relatos


Carlos Abraham 


Para el sello Alvarez Castillo Editor es un honor la edición de este primer conjunto de relatos del poeta e investigador, entre otras facetas, que es Carlos Abraham. En Cuadernos de la Gran Aldea, venimos divulgando antologías preparadas por él con prefacios que son, sin exageración, cita para el estudioso de la literatura rioplatense o los interesados, por ejemplo, en el género fantástico. De La biblioteca de Alejandría y otros relatos adelantamos por este Blog el cuento:



LA ESPERA


Llegó una mañana, por el Camino Nuevo. Se llamaba Alejo. Tenía veinte años entonces, que ahora eran cuarenta. No se le conocía apellido, pero la gente del pueblo lo llamaba “El Marcao”, por el tajo que le partía la mejilla izquierda.
    Era tropero. En el verano conducía el ganado a la capital, con algunos conocidos de su juventud. Cuando no trabajaba -era lo más habitual-, era como si no existiera. Casi no salía de su casa, ensimismado en su silencio. Pasaba las horas vacías tendido en el catre, mirando el techo de paja vieja, mateando.
    Una de esas tardes estaba sentado ante la puerta -la casa estaba frente al camino-. El sol hacía reverberar el aire. Despacio, desde lejos, vio acercarse a la esposa de uno de sus vecinos. Tardó un poco en recordar el nombre: Matilde.
    Traía unos cabos de vela del almacén. Lo saludó, y siguió su camino.
    Más tarde pensaría, sorprendido, que esa momentánea visión le bastó para enamorarse. El amor no es un proceso complejo. Una frase, una mirada, una sonrisa de la otra persona, puede bastar para revelarnos que la amamos. No se le ocultó esto a Alejo, todavía sentado ante su puerta. Hacía varios años que la venía codiciando, sin saberlo. Recordó que, aún antes de saber quién era y con quién estaba casada, la miraba durante horas desde su ventana, mientras ella atendía la casa o los animales. Pensó que ya había perdido demasiado tiempo.
    Alejo era hombre solitario, que no se hablaba con nadie de por allí, pero durante un tiempo se había amigado con el esposo. Solían jugar largas partidas de truco, unas veces en su casa y otras veces en la del otro. Una discusión sobre tres o cuatro reses sin marcar los había distanciado. Por eso, recién entonces vino a enterarse que se había ido, meses atrás, a luchar al Paraguay.
    Alejo no entendía de política, y su rival tampoco, pero la novedad lo alegró porque, como pensó, tenía el campo libre. Sin embargo, conocía -o, mejor dicho, intuía- los pensamientos de Matilde, y sabía que no traicionaría a su esposo mientras éste viviera.
    Matilde acostumbraba ir los domingos al rancho que un cura usaba de parroquia, a unas leguas de allí. Él nunca había ido -sólo profesaba cierta veneración retórica a los crucifijos e imágenes-, pero esa tarde no faltó. No le apartó los ojos en toda la ceremonia. Ella lo notó desde el principio y se mostró hosca y distante, como obligada por mera cortesía a responder, cuando él se ofreció a llevarla a su casa. Sin embargo, aceptó. Ella iba en el caballo y él llevaba las riendas, caminando.
    Eso ocurrió dos o tres veces más.
    En una de sus ahora insomnes noches fraguó su plan. El marido tenía que morir. Durante un tiempo meditó en costearse hasta donde estaba el ejército y darle muerte, pero descubrió que una muerte fingida valía tanto como una muerte real.
    El Juez de Paz, un tal Freiden, era, por llamarlo así, amigo suyo. Le debía varios favores durante las elecciones, y Alejo pensó que era hora de cobrarlos.
    Una tarde se decidió a ir. Era un despacho breve y sobrio. De las paredes colgaban retratos a pluma de viejos matreros y desertores, con el monto de las recompensas al pie de la hoja.
    Le explicó sus propósitos; el otro no tuvo problema. Tras pocos minutos le entregó una carta, escrita (Alejo no sabía hacerlo) y sellada por él, dirigida a la mujer, donde se comunicaba que el esposo había muerto en una emboscada, en Corrientes.
    “Son ladinos estos paraguayos”, le dijo sonriente el juez.
    Alejo contestó con otra sonrisa, sin entender la broma.
    Matilde pidió al cura de la parroquia que le leyera la carta, porque el chasqui tampoco sabía. Lloró poco. Ya estaba hecha al dolor: desde que su marido marchó a la guerra se había resignado a perderlo.
    Pasaron varios meses de luto. Se veían sólo los domingos. Una tarde, tras la misa, la trajo en ancas y entraron juntos a la casa. El cura los casó algunos días después, un jueves. Habitaron el rancho de ella, pues el suyo era casi una tapera.
    Pasaron tres años. Alejo ya no volvió a llevar las tropas de ganado y sólo trabajaba de vez en cuando como domador en una estancia vecina. Vivían de sus animales. Ella casi se había olvidado del otro. Una tarde, trajeron una carta con los sellos del ejército. Alejo la llevó al Juez para que se la leyera. Había abrigado la esperanza de que el otro hubiera muerto, y fue sintiéndose cada vez más incómodo a medida que progresaba la lectura: el marido de Matilde confiaba en regresar pronto.
    El Juez tenía, al devolverle la carta, la misma sonrisa de años atrás. Sólo ahora notó lo que había de burla en ella.

    La guerra daba visos de terminar. Alejo comenzó a traer a vecinos y forasteros a la casa para tener noticias del frente. Intentaba saber, desde allí, la suerte del otro. Matilde se alegraba con eso, porque no le gustaba la soledad. Antes de casarse con él, le había dicho que estaba en el Regimiento 6 de Caballería, ahora en territorio paraguayo. Ese regimiento había tenido muchas bajas en la última batalla, librada hacía menos de un mes. A Matilde ya no le interesaban esos lejanos combates, excepto por esa mezcla de hastío y repudio con que una mujer ve la guerra en la que ha muerto un marido o un hijo.
    Sin embargo, Alejo no decía nada cuando su esposa sacaba el tema. Seguía mateando despacio, con la vista vagando por el techo.
    El otro era como una antigua pesadilla que se había olvidado y que vuelve. Se preguntó qué debía hacer, si huir o enfrentarlo. Al principio, lo segundo le pareció absurdo -el otro tenía una bien ganada fama de cuchillero-, pero luego fue convenciéndolo. Pensó que más valía morir probando su valor, que nunca había tenido ocasión de usar, a sufrir el oprobio de escapar como un cobarde.
    Llegó el verano y con él las lluvias. El camino y el campo se habían convertido en un inmenso barral. La guerra había terminado.
    Una noche se despertó, sofocado de calor. Ella dormía a su lado. El silencio mordía la piel. Se vistió y tomó su cuchillo. Esperó varias horas, minuciosas y lúcidas, sentado en el borde del catre. Faltaba mucho para el alba. Pensó que, después de todo, no era la primera noche que pasaba desvelado. Salió, cerrando la puerta tras él. Al rato, se oyó el lejano relincho de unos caballos.
    La noche clareaba cuando un hombre entró, silencioso, en la casa. La mujer seguía dormida.




ÍNDICE


La espera
La guardia nocturna
Silencio
La tumba
Los monstruos
La ventana
La discípula
La mancha
Los rivales
La gárgola
Las murallas del odio
Las tres hermanas
Una mujer en la ventana
La biblioteca de Alejandría




jueves, 6 de agosto de 2020

Pensar la apertura



Alejo de Dovitiis 



En la primera década de este siglo, nuestro sello editorial publicó la obra Pensar la apertura a solicitud de Alvarez Castillo Editor y para ser parte de la Colección Aula Ajedrecísticavolumen dedicado al estudio y preparación de las aperturas, la fase inicial en el juego de ajedrez.

El pedido fue realizado al Maestro Alejo de Dovitiis, quien eligió como paradigma para desarrollar su estudio a la Variante del cambio de la Apertura Española o Ruy López, en homenaje al monje y temprano teórico Ruy López de Segura, quien vivió en el siglo XVI y fuera el primero que le dedicara a esta apertura especial atención, no sólo en la práctica. En su tratado de ajedrez se ubica como Apertura IX.

El volumen consta de 80 páginas y está fuera de catálogo.

Pensar el final



Alejo de Dovitiis
Martín Bitelmajer



En el año 2018, nuestro sello editorial publicó la obra Pensar el final a solicitud de Alvarez Castillo Editor y para ser parte de la Colección Aula Ajedrecística–, volumen dedicado a los rudimentos de la fase final del juego de ajedrez.

El pedido fue realizado y concretado por los Maestros Alejo de Dovitiis y Martín Bitelmajer.

La obra consta de 96 páginas y está fuera de catálogo.

miércoles, 5 de agosto de 2020

Táctica con los campeones



Marcelo Reides 
Nicolás Fiori






Al tiempo que se disputaba el Campeonato Mundial de Ajedrez en el año 2005, en la ciudad capital de San Luis, salió editada por primera vez esta didáctica obra que se detiene en el análisis de distintas posiciones donde la táctica es el gran condimento y lo distintivo.


Los ocho participantes de este Mundial -único en nuestra historia- recibieron por parte de los maestros que elaboraron Táctica con los Campeones del mismo espacio y atención, y el volumen salió y es parte desde ese momento de la Colección Aula Ajedrecística de nuestro sello.

Un título útil para los jugadores avanzados como para los principiantes, además de servir a los docentes de ajedrez a los efectos de ilustrar los temas tácticos básicos del juego consagrado a la diosa Caissa.

El cambio de piezas



Diego Valerga 


Una interesante obra que fue parte de la Colección Aula Ajedrecística de nuestro sello, ahora fuera de catálogo.

En poco más de setenta páginas, este Gran Maestro argentino fue capaz de explicar, a partir del análisis de distintos ejemplos de la práctica magistral, el pasaje a un buen final, desde el medio juego, en base a un correcto análisis posicional como al cálculo táctico correcto.