Javier Soverna
¿Estamos en el hoy, o estamos en el mañana? ¿Hay una línea de tiempo y de espacio que contenga a nuestros personajes y a las situaciones que los ocupan? Esa respuesta será sólo de los lectores, y –seguramente– cada respuesta como cada lector, y en cada oportunidad en la que éste se acerque al texto, será distinta. Heráclito dijo cosas semejantes y Aristóteles supo hallar la sentencia precisa.
A la obra, aunque breve, la recorren diversos textos, incluso ritos de iniciación; descubrirlos enriquece su lectura, no percibirlos –¡nunca percibimos todo! – no resta a esta loca aventura.
¿El laberinto es una metáfora? ¿El laberinto nos recorre, es inevitable? Javier Soverna en esta nueva obra nos inquieta en su lectura.
Capítulo I
El señor Rasputinsky y su esposa
María Magdalena tuvieron ocho hijos. Siete varones y una niña. Ernesto, el más
grande, tenía quince años. Rodolfo, quien le seguía en edad, catorce. Juan
José, trece. Julián Bautista, doce. Fernando, once. Salvador, diez. Gustavo,
nueve, y la niña llamada Rosa, ocho.
A todos estos niños, lo único que verdaderamente les interesaba era el Antiguo Egipto. En realidad, a los siete varones solo les interesaba la figura reservada de Anubis, el dios con cabeza de chacal, guía de los muertos en el mundo de ultratumba. A Rosa, todos los aspectos que se pudieran conocer acerca del Antiguo Egipto (incluido, por supuesto, el oscuro Anubis) le concernían, le eran de gran provecho. Para hablar con precisión: la deleitaban. Poco y nada estas sedentarias criaturas se entretenían con los juegos tradicionales (las escondidas, manchas, muñecos, rayuelas, fútbol, tenis de mesa, dominó, triominó, barajas, bolitas, balero, PlayStation, et cetera).
Los varones, a pesar de su corta
edad, eran verdaderos especialistas en su materia. Mientras que Ernesto
sostenía que los padres del dios eran Seth y Neftis, Rodolfo objetaba que eran
Osiris y Neftis. Y Juan José, los tres. En cambio Julián Bautista decía que
Anubis era el propio padre de sus padres y Fernando que él mismo se había dado
la vida (la vida eterna, claro está). Salvador opinaba que había llegado al
mundo divino a través de la generación espontánea.
Por su parte, en los tiempos que
corrían, Rosa estaba sumida en el estudio del complejo funerario y el palacio
de Amenemhet III, de los que muchos egiptólogos suponían el origen del mito
griego del laberinto, ya que ostentaban salas repletas de columnas en las
cuales lo más normal era perder la orientación. Un entramado confuso y enmarañado.
Como la cultura griega desde su nacimiento asumiera un contacto muy estrecho
con la egipcia, más antigua, la hipótesis no parecía ser descabellada.
Quien pensara que, por ser la
menor y la única mujer entre siete varones, Rosa sería la mimada de sus padres,
se equivocaba. Allí los ocho, aunque resultase difícil de creer, recibían la
misma atención y afecto. Los Rasputinsky funcionaban como una familia orgánica,
muy prolija, aceitada. Los diez, padres e hijos, desayunaban juntos, almorzaban
juntos, merendaban juntos, cenaban juntos y se acostaban a la misma hora
(incluso los de quince y catorce años): los diez terminaban la jornada en sus
respectivas camas (el señor Rasputinsky junto a María Magdalena, por supuesto) con
un libro en la mano. Las lecturas de los siete varones, obviamente, versaban
sobre el dios Anubis. Las de Rosa, sobre el amplio universo del Antiguo
Egipto.
Se podía decir que, además, los Rasputinsky funcionaban como una familia metódica y conservadora. Practicaban hábitos antiguos, pasados de moda, como por ejemplo, los de respetar las cuatro comidas diarias; la moda del momento establecía otra cosa: las instancias eran dos: el brunch, entre el desayuno y el almuerzo (a eso de las 10:30 horas de la mañana); y el teanner, entre la merienda y la cena (a las 18:30, aproximadamente). En ambas circunstancias se reunía, determinada familia, religiosamente en torno a la mesa. Con luz solar, sus integrantes degustaban croissants, tartas de manzana y ricota, esponjosos budines, madalenas con pepas de chocolate, tortas, chirlas mermeladas, jamones cocidos y crudos, quesos, rodajas de salames, aceitunas, patés, sándwiches de miga, pepinillos, huevos revueltos, frutas, ensaladas o platos con verduras cocidas. Bebían agua, té con leche o chocolate, jugos de fruta (los adultos coñac, cerveza artesanal o vino). Durante la caída del astro y el inicio de la oscuridad nocturna, la dieta no variaba.
Quien además pensara que, con la
niña, sus hermanos se comportaran de manera tontolona, excluyéndola de sus
elucubraciones infantiles por no ser varón como ellos, también se equivocaba.
Ella era una más del grupo y ellos, cada uno por su lado, individualmente,
también.
Javier Soverna nació en Ramos Mejía en 1979. Estudió durante tres años la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Se recibió de Bibliotecólogo en el IFTS Nro. 13 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Actualmente tiene una librería en Haedo llamada Tesalia. Como escritor y autor publicó los siguientes libros: In Memoriam Pseudo Calístenes (cuentos, Alción, 2012), Haedo en el centro del tornado (cuentos, Alción, 2013), Watteau (poemas, Alción, 2014), Kiökenmöddings (miscelánea, Alción, 2015), La multilocación (novela breve, Tahiel, 2016), Diario nº2 (novela breve, Tahiel, 2017), Descenso a los infiernos locales y otros textos (cuentos, Textos intrusos, 2018), Harmoneliehrre (miscelánea, Tahiel, 2019) y Poesía completa 2013-2020 (poemas, Textos intrusos, 2020). Como compilador y prologuista publicó Antología: los cien compositores de occidente, desde la Baja Edad Media hasta principios del siglo XXI (antología, Tahiel, 2017). Además participó en el año 2016 con una columna sobre bibliotecología en la revista Qu. En el 2019 su obra literaria fue representada en dos exposiciones pictóricas: “Ocho artistas plásticos y un escritor haedense”, llevada a cabo por el Honorable Concejo Deliberante de Morón; y en el “Espacio literario” de Expo-artistas 2019 en el Centro Cultural Borges.
No hay comentarios:
Publicar un comentario