Va el prólogo y una selección de poemas que integran el volumen:
Prólogo
Escribir es para mí un
acto de habitual y espontánea sencillez. Publicar ocurre muy poco, y en un
proceso de inevitable y sistemática persistencia. Considero más fácil la
creación de una obra literaria que su publicación. Será que en el acto de
publicar el otro está, pero no deja de faltar, mientras que escribiendo nos
conformamos sencillamente con estar solos.
La poesía no impresa
creo que está en todos y en todo, la poesía en el papel implica un plus
poético: ¿por qué alguien se esforzaría para que otros conozcan sus versos? Se
sabe que la poesía no es la vedette de los tiempos que corren, pero se sabe
también que porta como colgantes un par de perlas que la muestran como clásica.
La poesía no va a morir. Eso quizás explique la publicación de un poemario.
Por mi parte, creo
que publico, porque siento que los poemas mismos deciden salir a la calle, a
enfrentarse con los libros de la era digital, los de la aburrida academia, los
de autoayuda, los de marketing…
Los poemas que están
en este libro los escribí hace un par de años y sobrevivieron en mis vivencias,
en mi memoria, no dejan de ser lo que hoy soy.
Los temas que unen a
estos poemas son evidentes y reiterados: lo circular, la calle, la lluvia, la
literatura, la verdad, el tiempo. Intenté
no modificar mucho las versiones originales.
I
Ignoraron
que al poeta
se le negaba
la palabra “poeta”
y que a cualquier frívolo
la televisión
lo llamaba “artista”.
Ignoraron
al filósofo y utilizaron,
tiempo después,
sus teorías,
justificando matanzas.
Ignoraron
al pensador, que pensaba
para el bien de otros
y oyeron al charlatán
que creyó que las palabras
no eran cosa seria.
Ignoraron así
al soñador,
al esperanzado,
al virtuoso
y siguieron construyendo,
con jovial indiferencia,
eso que ellos llaman
“mundo”.
IV
Te veo y ni falta hace que cierre los ojos,
porque te siento alegre, firme, apacible,
linda.
Te veo entre otras casas coloridas de un
barrio tranquilo.
Te escucho a la noche conversar con tus
compañeras,
que sorprendidas abren sus bocas de ventana
iluminada
y miran con ojos de bueyes en los picos más
altos.
Veo a veces como se enojan y fruncen el ceño
con esas cornisas anteriores a los barrotes
que cubren las terrazas.
O las veo llorar llantos verdes, colgados de
sus macetas.
Algunas, para disimular paredes de viejas
melancolías,
se cubren con azulejos azules o imágenes de la
virgen.
Otras, furiosas, se tatúan formas irregulares
de gárgolas
y las más pobres, sin la pintura adecuada ni
arreglos,
prefieren ser pintadas de arlequines –
imaginación de los enamorados-.
Los árboles de la vereda toman vino tinto a la
noche.
Los escucho conversar.
Además los veo bambolearse, bien temprano a la
mañana,
mientras ven a las chicas volver a su casa.
Las baldosas de la vereda, panza arriba,
cansadas ya del maltrato y del hacinamiento,
intentan aflojarse y mojar a algún burócrata
en los días de lluvia.
A las paredes les agarra fiebre en verano.
Debe ser porque siempre pasa alguna chica
enamorada,
que las acaricia mientras camina a otra casa
del barrio.
Las camionetas rugen bocinazos de impotencia
cuando ven un par de piernas deslizarse en la
vereda,
así es que las baldosas obtienen su merecida
recompensa.