Héctor Alvarez Castillo
Este libro inédito hasta ahora del poeta ganador en 2011 del Premio a la Poesía otorgado por la Fundación Victoria Ocampo ha sido prologado por el escritor y también poeta Carlos Abraham.
GOTAS
DE UNA CLEPSIDRA
Carlos
Abraham
Entre
las dos guerras mundiales, se desarrolló en Europa una corriente literaria
llamada poesía pura. Se oponía al exceso de retórica, buscando la esencialidad
expresiva a través del despojamiento estilístico, con el objetivo de abordar
las preguntas fundamentales del hombre (el sentido de la vida, el paso del
tiempo, la muerte, la divinidad, la naturaleza del yo, etcétera). Reducía el
texto a su más breve expresión, para que toda palabra fuera importante, para
que el lenguaje no se interpusiera entre el lector y lo dicho. Es decir, para
que la desnudez retórica permitiera el contacto directo y sin intromisión de
velos con ese destello llamado poema.
La corriente tuvo algunos de sus
principales exponentes en España, como Juan Ramón Jiménez, Dámaso Alonso (pese
a ser un estudioso de un poeta tan complejo como Góngora), Jorge Guillén y León
Felipe. Este último acuñó una de las definiciones más precisas de la nueva
estética:
Deshaced
este verso,
quitadle
los caireles de la rima,
el
metro, la cadencia
y
hasta la idea misma...
Aventad
las palabras...
y
si después queda algo todavía
eso
será
la poesía.
No
es casual que el primer poema de este libro, que busca una similar
incandescencia, sea una elegía a Juan Ramón Jiménez. Su ubicación inicial marca
la tónica del resto de la obra, a la manera de un manifiesto estético, de una
declaración de principios. Por otra parte, es el único texto donde hay una
referencia a un escritor (exceptuando una dedicatoria a Primo Levi), lo cual
aumenta la importancia del gesto de afiliación. Cito unos versos:
Con
poco o nada,
con
palabras
que
en tu voz
eran
verbo:
creabas
poesía.
iluminabas
el
verso solitario
El
término verbo, por supuesto, no refiere a la categoría gramatical, sino al
discurso lírico en su estado más puro. Se trata de una acepción de origen
religioso, ya que verbum es la versión latina del griego logos (λóγος), que
originalmente significaba palabra o discurso y luego fue resignificado para
designar a Cristo. El simbolismo del siglo XIX, a partir de su noción del poeta
como Vate, como sacerdote de la palabra, volvió a resignificar el término,
usándolo para designar la poesía en estado puro. Es decir, la busca estética de
la esencialidad, de la Verdad, de la conexión íntima del sujeto con los
misterios de la existencia. El discurso lírico se despoja de las limitaciones
cotidianas del lenguaje, incluso de las limitaciones del significado usual de
las palabras, y explora el mundo externo o interno. En ese proceso, construye
su propio camino, su propio instrumento de percepción, para llegar a una visión
más plena, auténtica y despojada de preconceptos de su referente. Como dijo
Kafka, la poesía es una expedición a la verdad. Es una concepción no demasiado
alejada de la que Wittgenstein tenía de la filosofía: un sistema para eludir el
pensamiento convencional, las cómodas doxas acuñadas por la tribu, y acercarse
(aunque nunca llegar, debido a las limitaciones humanas) al Ser.
Como en toda lírica auténtica, el estilo y
el sentido de este libro no están separados, sino que constituyen una unidad.
Lo cual me hace recordar una conocida anécdota: alguien le dijo a Mallarmé que
tenía muchas ideas para escribir poesía, pero que siempre fracasaba, y Mallarmé
respondió La poesía no se hace con ideas sino con palabras. Es decir, la poesía
no trabaja únicamente en el plano de las ideas, sino que es un compromiso entre
el sonido y el sentido, una tierra de nadie entre la música y la filosofía
(para mencionar los puntos más extremos del arco iris). Un ejemplo es el “Himno
a la belleza” de Baudelaire, donde la estructura contrapuesta de los versos,
llena de antítesis y de oscilaciones semánticas, busca representar las
tensiones y la indeterminación de la modernidad.
Ello ocurre en Carta a la Luna y otros
poemas, donde la brevedad de los versos genera la impresión de gotas que caen
de una clepsidra. A veces, revelando lentamente el sentido al sediento lector;
a veces, moviéndose en torno al sentido, acercándose y alejándose, para que el
lector lo reconstruya en un proceso participativo. Una dicción estremecida, que
acaricia lo que nombra, en un lento descubrimiento. Son versos que requieren
una lectura pausada, como si se estuviera realizando una invocación (¿y acaso
no es el fin de la poesía devolver la magia a las palabras?).
Destacaré algunas piezas. “Desnudos, bajo
el aguacero” versa sobre la indefensión humana ante el paso del tiempo y la
muerte. “El día vendrá”, sobre la extrañeza íntima del individuo ante su
entorno, ante ese caos llamado realidad, en el que adoptamos rutinas,
costumbres, afectos y aversiones que quizá no nos expresan íntimamente, y que
pudieron haber sido diferentes de haber sido otras nuestras circunstancias. Esa
situación de extranjería existencial, que lleva a cuestionar la naturaleza del
yo (rompecabezas armado por la acumulación de hechos casuales a lo largo de la
vida), es expresada claramente en el verso Es un país extranjero el país en que
nacimos. “Mar, mare” plantea que en ciertos casos esas experiencias vitales
permiten el autoconocimiento, como los satoris provocados por la belleza y por
el amor (el verso más significativo a este respecto es En tu encuentro, mi
encuentro).
Esta conexión con lo oscuramente central,
con lo oscuramente visceral, también aparece en mi poema preferido del volumen,
“Los ríos salvajes”. En él, el sujeto de la enunciación declara que ha
aprendido los nombres de los ríos salvajes, lo que hará que nada lleve a su voz
a inclinarse al abismo. Tales ríos, de los que nada se dice, constituyen una
entidad que adquiere carga semántica a causa de su propia indeterminación. Su
misterio hace que el lector los llene con múltiples significados (que pueden
coincidir o no con la intención autoral), lo cual incrementa su impacto. Un
poco como ocurre en el cuento “El definitivo”, de Leopoldo Lugones, sobre un
extraño individuo en un manicomio. Nada se dice de él, a excepción de ese
apodo, lo que lleva al lector a sumergirse en un riquísimo mundo de
especulaciones acerca de su naturaleza: que se trate de un Übermensch, del
siguiente paso en la evolución humana, de un ser angélico, etcétera.
Para concluir, creo necesario decir que
este libro, escrito con una sensibilidad poco común en la lírica de estos
tiempos, trascenderá tales tiempos y será considerado una creación
imprescindible en el conjunto de la literatura argentina.