domingo, 2 de abril de 2023

carta a la luna y otros poemas


Héctor Alvarez Castillo 



Este libro inédito hasta ahora del poeta ganador en 2011 del Premio a la Poesía otorgado por la Fundación Victoria Ocampo ha sido prologado por el escritor y también poeta Carlos Abraham.






GOTAS DE UNA CLEPSIDRA

 

Carlos Abraham

 

 

Entre las dos guerras mundiales, se desarrolló en Europa una corriente literaria llamada poesía pura. Se oponía al exceso de retórica, buscando la esencialidad expresiva a través del despojamiento estilístico, con el objetivo de abordar las preguntas fundamentales del hombre (el sentido de la vida, el paso del tiempo, la muerte, la divinidad, la naturaleza del yo, etcétera). Reducía el texto a su más breve expresión, para que toda palabra fuera importante, para que el lenguaje no se interpusiera entre el lector y lo dicho. Es decir, para que la desnudez retórica permitiera el contacto directo y sin intromisión de velos con ese destello llamado poema.

    La corriente tuvo algunos de sus principales exponentes en España, como Juan Ramón Jiménez, Dámaso Alonso (pese a ser un estudioso de un poeta tan complejo como Góngora), Jorge Guillén y León Felipe. Este último acuñó una de las definiciones más precisas de la nueva estética:

 

Deshaced este verso,

quitadle los caireles de la rima,

el metro, la cadencia

y hasta la idea misma...

Aventad las palabras...

y si después queda algo todavía

eso

será la poesía.

 

No es casual que el primer poema de este libro, que busca una similar incandescencia, sea una elegía a Juan Ramón Jiménez. Su ubicación inicial marca la tónica del resto de la obra, a la manera de un manifiesto estético, de una declaración de principios. Por otra parte, es el único texto donde hay una referencia a un escritor (exceptuando una dedicatoria a Primo Levi), lo cual aumenta la importancia del gesto de afiliación. Cito unos versos:

 

Con poco o nada,

con palabras

que en tu voz

eran verbo:

creabas poesía.

iluminabas

el verso solitario

 

El término verbo, por supuesto, no refiere a la categoría gramatical, sino al discurso lírico en su estado más puro. Se trata de una acepción de origen religioso, ya que verbum es la versión latina del griego logos (λóγος), que originalmente significaba palabra o discurso y luego fue resignificado para designar a Cristo. El simbolismo del siglo XIX, a partir de su noción del poeta como Vate, como sacerdote de la palabra, volvió a resignificar el término, usándolo para designar la poesía en estado puro. Es decir, la busca estética de la esencialidad, de la Verdad, de la conexión íntima del sujeto con los misterios de la existencia. El discurso lírico se despoja de las limitaciones cotidianas del lenguaje, incluso de las limitaciones del significado usual de las palabras, y explora el mundo externo o interno. En ese proceso, construye su propio camino, su propio instrumento de percepción, para llegar a una visión más plena, auténtica y despojada de preconceptos de su referente. Como dijo Kafka, la poesía es una expedición a la verdad. Es una concepción no demasiado alejada de la que Wittgenstein tenía de la filosofía: un sistema para eludir el pensamiento convencional, las cómodas doxas acuñadas por la tribu, y acercarse (aunque nunca llegar, debido a las limitaciones humanas) al Ser.

    Como en toda lírica auténtica, el estilo y el sentido de este libro no están separados, sino que constituyen una unidad. Lo cual me hace recordar una conocida anécdota: alguien le dijo a Mallarmé que tenía muchas ideas para escribir poesía, pero que siempre fracasaba, y Mallarmé respondió La poesía no se hace con ideas sino con palabras. Es decir, la poesía no trabaja únicamente en el plano de las ideas, sino que es un compromiso entre el sonido y el sentido, una tierra de nadie entre la música y la filosofía (para mencionar los puntos más extremos del arco iris). Un ejemplo es el “Himno a la belleza” de Baudelaire, donde la estructura contrapuesta de los versos, llena de antítesis y de oscilaciones semánticas, busca representar las tensiones y la indeterminación de la modernidad.

    Ello ocurre en Carta a la Luna y otros poemas, donde la brevedad de los versos genera la impresión de gotas que caen de una clepsidra. A veces, revelando lentamente el sentido al sediento lector; a veces, moviéndose en torno al sentido, acercándose y alejándose, para que el lector lo reconstruya en un proceso participativo. Una dicción estremecida, que acaricia lo que nombra, en un lento descubrimiento. Son versos que requieren una lectura pausada, como si se estuviera realizando una invocación (¿y acaso no es el fin de la poesía devolver la magia a las palabras?).

    Destacaré algunas piezas. “Desnudos, bajo el aguacero” versa sobre la indefensión humana ante el paso del tiempo y la muerte. “El día vendrá”, sobre la extrañeza íntima del individuo ante su entorno, ante ese caos llamado realidad, en el que adoptamos rutinas, costumbres, afectos y aversiones que quizá no nos expresan íntimamente, y que pudieron haber sido diferentes de haber sido otras nuestras circunstancias. Esa situación de extranjería existencial, que lleva a cuestionar la naturaleza del yo (rompecabezas armado por la acumulación de hechos casuales a lo largo de la vida), es expresada claramente en el verso Es un país extranjero el país en que nacimos. “Mar, mare” plantea que en ciertos casos esas experiencias vitales permiten el autoconocimiento, como los satoris provocados por la belleza y por el amor (el verso más significativo a este respecto es En tu encuentro, mi encuentro).

 


   Esta conexión con lo oscuramente central, con lo oscuramente visceral, también aparece en mi poema preferido del volumen, “Los ríos salvajes”. En él, el sujeto de la enunciación declara que ha aprendido los nombres de los ríos salvajes, lo que hará que nada lleve a su voz a inclinarse al abismo. Tales ríos, de los que nada se dice, constituyen una entidad que adquiere carga semántica a causa de su propia indeterminación. Su misterio hace que el lector los llene con múltiples significados (que pueden coincidir o no con la intención autoral), lo cual incrementa su impacto. Un poco como ocurre en el cuento “El definitivo”, de Leopoldo Lugones, sobre un extraño individuo en un manicomio. Nada se dice de él, a excepción de ese apodo, lo que lleva al lector a sumergirse en un riquísimo mundo de especulaciones acerca de su naturaleza: que se trate de un Übermensch, del siguiente paso en la evolución humana, de un ser angélico, etcétera.

    Para concluir, creo necesario decir que este libro, escrito con una sensibilidad poco común en la lírica de estos tiempos, trascenderá tales tiempos y será considerado una creación imprescindible en el conjunto de la literatura argentina.





 




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